Nando y Mireia eran inseparables.
Vivían en un pueblo pequeño rodeado de bosques, donde las casas tenían tejados inclinados y las farolas parpadeaban como luciérnagas cansadas. A sus siete años, habían decidido que su amistad era sagrada y que nada, ni siquiera los mayores con sus normas aburridas, los separaría. Sin embargo, había un secreto entre ellos, uno que no podían contarle a nadie: en lo más profundo del bosque, donde los árboles se retorcían como dedos huesudos, había una casa.
No era una casa normal. No tenía ventanas y su puerta era demasiado pequeña, como si estuviera hecha para alguien que caminaba a cuatro patas. La primera vez que la vieron, sintieron un escalofrío recorrerles todo el cuerpo. Pero Mireia, que siempre era la valiente, decidió que necesitaban verla de cerca.
—Los mayores dicen que aquí no hay nada —susurró Nando, tirando de la manga de su amiga.
—Los mayores dicen muchas tonterías —replicó Mireia, avanzando con determinación.
Cuando se acercaron, notaron algo extraño: la casa olía a leche caliente y pan recién horneado. Nada en ella parecía amenazante, pero algo en el aire vibraba con una energía diferente, como si el bosque la sostuviera con un susurro de advertencia. Mireia tocó la puerta con un dedo y, en ese mismo instante, esta se abrió con un suave crujido.
Dentro, la luz era dorada y cálida. Había una mesa con dos platos servidos, pequeños, como para niños.
—Nos estaban esperando —murmuró Nando, agarrando la mano de Mireia.
Un murmullo los hizo girarse. En el rincón más alejado de la habitación, entre sombras danzantes, algo se movió. De la oscuridad emergieron dos figuras.
Eran niños. O, al menos, lo parecían. Una niña de trenzas largas y un niño de ojos enormes y oscuros. Sus ropas estaban anticuadas, como sacadas de un libro de cuentos olvidado. Lo inquietante no era su aspecto, sino su expresión: sonreían sin mover un solo músculo, sin pestañear.
—Os estábamos esperando —dijeron al unísono.
Mireia y Nando no sabían si debían correr o quedarse. La calidez de la casa los envolvía, tranquilizándolos. Algo en esos niños resultaba familiar. ¿Los conocían de algún lado?
—¿Quiénes sois? —preguntó Mireia, siempre la más directa.
—Somos como vosotros —respondió la niña de trenzas—. Pero también somos… diferentes.
El niño de ojos oscuros levantó una mano y señaló los platos sobre la mesa.
—Comed. Luego jugaremos.
Nando miró a Mireia. Sus tripas rugieron, pero algo en su instinto le decía que no debía tocar la comida. Antes de que pudiera decirlo en voz alta, la niña de trenzas rió con un sonido cristalino.
—No os preocupéis. No es comida de verdad. Es un recuerdo.
La luz de la casa titiló y, por un instante, Mireia y Nando no estaban allí. Estaban en sus propias casas, en sus propias cocinas, frente a platos iguales a esos. Sintieron el sabor en sus bocas, el calor del hogar. Fue solo un segundo, pero cuando la casa volvió a su forma original, ambos tenían lágrimas en los ojos.
—¿Cómo habéis hecho eso? —preguntó Mireia, tocándose los labios.
—Aquí los recuerdos flotan —respondió el niño de ojos oscuros—. Solo hay que saber atraparlos.
Nando sintió que su pecho se encogía. Algo no estaba bien. Algo en el aire olía a despedida. Miró a Mireia, pero ella estaba absorta en la niña de trenzas, que ahora le ofrecía una cuerda.
—Jugaremos al escondite —dijo la niña—. Pero esta vez, es especial. Si nos encontráis, nos iremos. Si no, nos quedaremos con vosotros.
Mireia cogió la cuerda sin dudar.
El juego comenzó. La casa cambió. Se hizo más grande, más enredada. Las paredes parecían moverse solas. Nando sintió frío, un frío que venía de dentro de él. Algo le susurraba que aquellos niños no debían quedarse.
Buscó a Mireia entre pasillos interminables y habitaciones que no deberían existir. La encontró en una sala sin puertas ni ventanas. Estaba en el suelo, con los ojos cerrados.
—¡Mireia! —gritó, corriendo hacia ella.
Pero cuando la tocó, sintió que sus manos pasaban a través de su cuerpo. Como si ya no estuviera allí del todo.
—Nos habéis encontrado —dijeron dos voces a su espalda.
Se giró y vio a los otros niños. Pero ya no parecían niños. Sus formas eran borrosas, sus rostros demasiado pálidos. Sus sonrisas se alargaban más de lo normal.
—Ganasteis —susurraron—. Pero alguien tenía que quedarse.
Nando sintió que el suelo temblaba. Agarró a Mireia con todas sus fuerzas y corrió. Corrió hasta que la casa desapareció a su alrededor y se encontró de nuevo en el bosque, con la noche cubriéndolos como un manto.
Cuando abrió los ojos, estaban frente a sus casas, como si nunca hubieran salido. Sin embargo, algo había cambiado. Mireia tenía un lazo rojo en la muñeca, uno que no recordaba haber llevado antes.
—¿Nando? —susurró ella, con voz temblorosa—. ¿Nosotros… ganamos?
Nando asintió, pero su mirada se desvió hacia la ventana de la casa de Mireia. Allí, en la penumbra, dos figuras los observaban. Sonreían sin mover un solo músculo, sin pestañear.
Y el lazo en la muñeca de Mireia pareció apretarse un poco más.
FIN
Pelillos de punta es poco 😱😱
Qué puto mal rollo el penúltimo párrafo. Mi más sincera enhorabuena, Vane!